#PalabrasDe: Ana V. Catania
Ana V. Catania nació en 1980, en Capital Federal, y se crió en el sur del Gran Buenos Aires. Estudió Filosofía y trabaja en Educación desde hace veinte años. Completó la formación en Escritura Narrativa en Casa de Letras, y desde 2013 realiza tutoría de obra con José María Brindisi. Coordina talleres de lectura y escritura desde 2014. Colaboró para distintos medios gráficos y digitales como Conga, Encerrados Afuera, Style BA (Time Out), Bla (Uruguay), Sede, Con-versiones, Escritores del Mundo. Entre 2014 y 2017 fue editora de la revista Olfa, de distribución gratuita y versión digital.
A principios del 2020 publicó su libro de cuentos “Nada dentro salvo el vacío” por la editorial Añosluz. Para esta edición de #PalabrasDe nos comparte un fragmento del cuento “Arreglos” incluido en su libro.Arreglos (fragmento)Se había casado a la misma edad que su madre, tal vez con el deseo de que su matrimonio fuese igual de feliz, de largo, de exitoso. Y sin embargo, la imagen de esa madre de su infancia − las dos caras, una para dentro y otra para fuera− la perseguía como un enorme perro negro. ¿Cómo se habría curado su madre, si es que acaso lo había hecho? ¿Podría ocurrirle también a ella? A los veintidós años, Laura dejó la escuela de Bellas Artes para volverse esposa y ama de casa.
Entonces − ¿un año?, ¿un año y medio después?− llegó la noticia que se convertiría en tabla de salvación. A Julián le habían ofrecido una beca de escritura en los Estados Unidos. En El Paso, Texas. El complejo de departamentos donde iban a vivir −techos blancos que lanzaban destellos, ventanas que reflejaban las montañas polvorientas a lo lejos, barandas perfectamente lustradas− quedaba a pocos kilómetros del aeropuerto. En el peor de los casos, si la aventura salía mal, si las cosas no funcionaban tal como lo habían imaginado, estarían a doce horas de casa.
El Paso era un valle amplio como un océano, atravesado por autopistas, a la sombra de una gran montaña roja. Julián formaba parte del grupo de alumnos latinoamericanos becados para la maestría − la mayoría había llegado sin mujer, sin marido−. A Laura no le costó adaptarse al ritmo de vida de una ciudad extranjera, al polvo que le arruinaba la ropa, a la mezcla de olores – aceite, humo, flores silvestres, pimientos, carne–, a la comida congelada de supermercado. Tampoco le costó encontrar trabajo, gracias a la recomendación de los profesores del programa de escritura: cuidaba bebés, daba clases de español a los niños, hacía las compras, organizaba agendas. Tuvo que aprender a manejar y logró vencer aquel primer miedo: el murmullo de la autopista retumbado a un lado y a otro de su cabeza, los dedos presionando el volante, los autos que pasaban como flechas a ambos lados.
La primera pelea que tuvo con Julián fue mientras él le enseñaba a manejar en una zona cercana a la Sierra de los Mansos, bajo la mirada atenta del pico Franklin, rústico y ardiente como una fogata. La pierna derecha vibrando sobre el acelerador, a causa de los nervios, el intenso olor a alquitrán de la ruta, la remera de cuello alto que le provocaba escozor, las manos adheridas al cuero del volante. Laura no reconoció su cara en el espejo retrovisor: estuvo a punto de frenar, abrir la puerta, sacar una pierna, y tirarse sobre la línea blanca al borde del camino. “Relajate, ¿querés?”, le pidió Julián subiendo el tono de voz. El aire era denso y brillante en el interior del coche; Laura sentía el corazón latiéndole en los oídos. Julián tomó el control del volante y le insistió que frenara, que se arrimara a la banquina. “¡Frená, Laura!”. Los gritos de ambos se interrumpieron cuando ella se tapó la boca con la mano y reprimió una arcada. “¿Estás bien? ¿Qué te pasa?”, Julián la tomó del hombro y la giró suavemente hacia él. Entonces ella abrió la boca y vomitó entre sus dedos, sobre el pantalón de su marido; un vómito tibio y viscoso.
La alarma mental se disparó semanas después, mientras cuidaba a Lizzie, la hija de la señorita Catherine, una madre soltera quince años mayor que Laura, que tenía un trabajo de medio tiempo en la biblioteca del campus. Mientras Laura acomodaba los juguetes, desparramados por el piso, vio bailar lucecitas delante de sus ojos, el living giró a su alrededor como un trompo, el techo amenazó con venírsele encima. Cuando abrió los ojos, tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Tenía las piernas extendidas sobre la mesa de café, los talones sobre las revistas de decoración, la nuca sostenida por un bollo de ropa, el pelo tapándole parte de la cara. La pequeña Lizzie, de seis años, le había servido limonada en su vaso de plástico e intentaba hacérsela tomar a sorbos, como hacía con sus muñecas Barbie. Entonces Laura recordó que llevaba más de un mes de atraso.
La madre de Lizzie fue quien compró el test en una farmacia alejada del centro, donde no la reconocerían, y hasta le ofreció el baño de su casa. ¿Tenía que sentirse feliz? ¿Emocionada? ¿Acaso aterrorizada? ¿Qué extraño mecanismo regula los sentimientos? ¿Qué los detona? Cuando Laura vio las dos rayitas azules, desafiantes como agujas, le insistió que comprara otro, que con una sola prueba no bastaba, que podía haber errores – ¿qué habría pensado su madre de esta escena?: Laura sentada sobre el borde del inodoro, ahuecándose los párpados con los dedos, mientras Catherine, que podría haber sido una hermana mayor, en cuclillas, le acariciaba las piernas, asegurándole que iba a estar bien–. El segundo test no mentía, no engañaba. La cara de Laura, ahora desnuda, destapada, debió haber sido de terror para que la mujer le dijera: “It can be fixed, honey”.
El corazón le latió dos veces antes de comprender, de asimilar, lo que aquello significaba. Las palabras de Catherine se hicieron tan patentes como un lienzo blanco extendido frente a sus ojos. A diferencia de lo que alguna vez había imaginado le ocurriría, Laura se sintió deshecha, hundida. Hacía poco la habían admitido en clases de dibujo en la universidad, había recuperado la confianza en sí misma, había empezado a ganar su propio dinero, había encontrado un tipo de libertad inédita, una nueva independencia, una fortaleza que surgía de su interior. ¿Y ahora qué iba a pasar con todo eso? ¿Dónde lo iba a esconder? Paradójicamente, el contacto con la cerámica fría del piso la alivió, le acomodó el pulso, los pensamientos que volaban como dardos en todas las direcciones.
Podía no decirle nada a Julián, guardárselo para ella, resolverlo sola, como una mujer adulta. Catherine – la nueva hermana mayor– había pasado por lo mismo, a su misma edad; y la decisión que había tomado no le impediría concebir a Lizzie, tiempo después, cuando sí estuvo lista para ser madre, cuando en verdad lo había deseado. Podía arreglarse, si Laura así lo decidiera. Ella estaba dispuesta a ayudarla con el dinero, de ser necesario; hacer las averiguaciones. Sería una pequeña intervención, como una extracción de muela de juicio. Con el tiempo se olvidaría del vacío, del espacio en blanco. Su lengua dejaría de buscar la cicatriz.
Años después, la única explicación, la única respuesta que Laura encontraría – una suerte de redención, un manto de piedad–, fue que jamás habría tomado aquella decisión si no hubiese estado a ocho mil kilómetros de casa. Se perdonó a sí misma diciéndose que quien en realidad había cruzado la puerta de esa dudosa clínica de frontera – las paredes pintadas de color durazno, el piso forrado de periódicos–, quien se había recostado en la silla con estribos – el cuero desvencijado lastimándole la piel–, quien había vuelto a El Paso en el auto de Catherine – después de que frenaran en la ruta para comprar Coca-Cola; el sol del desierto como una mancha brillante que la obligaba a entornar los ojos; la cabeza ladeada hacia el calor del vidrio–, para meterse directo en su cama – nunca antes había agradecido tanto el peso de aquella frazada con olor a naftalina–, después de evitar la mirada de Julián, de decirle que había sido un día agotador, que se le partía la cabeza en mil pedazos –, no había sido ella, sino otra. Una extranjera.
“Una decisión se toma con rapidez, pero en absoluto se olvida con rapidez”. Laura subrayó esta frase de un libro que le había regalado Julián, con microfibra roja, a trazo doble. ¿Qué no se olvida de una decisión? El dolor, el dolor físico: eso se pierde. La culpa: a menudo también. Las consecuencias de las decisiones: estas pesan, en mayor o menor medida, alternándose según el estado de ánimo, el paso del tiempo, de las estaciones, acompañando los ciclos de la luna, de las mareas. Si tan sólo hubiera hablado con Julián, si lo hubiera hecho parte. ¿Pero qué podría haberle dicho? ¿Por dónde debería haber empezado a hablar? El silencio había sido el aliado perfecto, el cómplice obediente de esos treinta años de matrimonio. ¿Y qué era ese matrimonio, a fin de cuentas? – ya no el de la Iglesia o el de sus padres, sino el suyo propio–. Nunca lo había sabido, y aún no era capaz de entenderlo. Tal vez se trataba de un consuelo, una cicatrización, un alivio a la herida, algo parecido a tomar un baño de inmersión después de haberse mojado bajo la lluvia, o a dar un paseo por el bosque al atardecer. Porque hay personas que encuentran consuelo en la naturaleza, y hay otras que lo hacen en el matrimonio.
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