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#PalabrasDe: Lara Schujman

#PalabrasDe nació como un espacio para promover a aquellos autorxs que impulsan una literatura con perspectiva de género. En esta segunda entrega, la escritora Lara Schujman publica un cuento inédito: Paula.

Lara Schujman nació en Mar del Plata en 1987 pero también vivió en Buenos Aires, en Barcelona y en Tel Aviv. Es ingeniera Industrial y se formó como escritora en los talleres de Natalia Rozenblum.

En 2015 publicó el libro Cartas a Papá y en 2019 lanzó Cuando Pare de Llover, su primera antología de cuentos que, además, fue finalista del concurso Ficciones del Ministerio de Cultura de la Nación.

En Paula, la autora habla sobre mandatos familiares y sociales. Plantea el choque entre los parámetros, rutinas y costumbres del lugar en que unx nace contra los que uno crea y forja en su adultez y de cómo el smartphone surge como la “conexión” entre esos universos.

Paula

—Fui a una bruja. Me dijo que vas a conocer a alguien.

—¿Qué?

—Dice que es europeo, así brillante como vos. Se van a cruzar en un viaje. Tiene sentido, con ese trabajo que tenés te la pasás de aeropuerto en aeropuerto.

—¿De qué hablás, mamá?

—Ponete contenta, Paula. El año que viene van a tener un bebé. Igual me dejó preocupada, parece que estás floja de hierro. Dijo que vayas tomando algún suplemento, que la anemia no es buena para las embarazadas.

La llamada se corta pero Paula siente la respiración de su mamá durante todo el trayecto, como si estuviese sentada en el asiento del acompañante. Piensa en Pablo, no se conocieron en un aeropuerto pero se pasaron años viajando, se pregunta si las predicciones de una bruja son ambiguas como el horóscopo. El GPS le da las indicaciones. Hay un atasco en la autopista, dice, llegarás a casa a las ocho y cincuenta y nueve. Sube el volumen de la radio. Pasa las estaciones con el botón del volante y no se queda en ninguna. La gallega recalcula, mejor bajar por colectora y seguir por adentro.

En la heladera hay cuatro huevos, los tiene guardados con caja. Los rompe de a uno contra la mesada. Dos o tres golpecitos y entierra los dedos gordos para separarlos en dos. Vuelca las claras en un plato de sopa y juega a que las yemas no se caigan. Las va pasando de un lado al otro con media cáscara en cada mano. Cae el último hilo de baba y las yemas se acumulan en el tacho de basura. Paula revuelve las claras con un tenedor, les pone sal y una cucharada de ricota. No tiene gas hace un mes y aprendió a cocinar todo en el microondas. Toca el botón gastado, es el único que usa. Recalentar rápido, dice, son treinta segundos y hay que abrir la puerta para que la que mezcla no explote. Los bordes del huevo están blancos como una perla, el centro líquido. Completa el tiempo de cocción que vio en el tutorial de internet, abre una lata de ensalada primavera y se sienta a comer en el sillón.

Cuando le suena el celular ya está metida en la ducha. Sabe que es su mamá porque la tiene agendada con un ringtone distinto. Con todos suena Bob Marley pero con ella el sonido es monofónico. A Pablo lo tiene en silencio. Se pasa el jabón por el cuerpo y el pi pi pi entra en el baño. Se pone el shampoo en las manos, lo frota para hacer espuma y se masajea la cabeza. Por qué no corta, piensa. Siente que su mamá está ahí, parada detrás de la mampara. Abre un poco más el agua caliente, el vapor empaña el vidrio y el espejo, los azulejos chorrean. El teléfono por fin se calla, Paula se pasa la crema enjuague separando los mechones, tira la cabeza para atrás y se peina el pelo con el chorro de agua.

La bata que se pone es blanca y acolchonada, se la trajo de algún hotel en uno de sus primeros viajes de trabajo. Al principio guardaba todos los kits de todos los hoteles de todos los viajes: la gorra de baño, los hilos de colores con las agujas, las mini botellitas de shampoo y acondicionador, los jabones. Los acumulaba por un tiempo, como trofeos de alguna batalla, hasta que terminaba tirándolos para hacer espacio a los nuevos souvenirs. El día que dejó de juntarlos fue el día que extrañó el olor de su casa, que decidió olvidarse de todo y se cansó de viajar. Cuando abre la puerta del baño el vapor desaparece y el aire frío le cachetea la cara. El celular está arriba de la mesa, titila, hay un mensaje.

—Andá a la nutricionista y que te arme una dieta como corresponde. No podés vivir a lechuga.  

El audio sigue. Deja el teléfono en altavoz y su mamá se escucha desde el living, dice que a los hombres les gusta hacer asado los fines de semana, que con el cuentito de la vegetariana no va a conseguir a nadie. Paula escucha, pone la ropa a lavar. Saca la calza y la remera del bolso de gimnasia, las huele, el olor a transpiración le genera placer. Elige el programa rápido, está cansada. Se sienta en el suelo del lavadero. Se acuerda de la primera vez que usó el lavarropas, también se había sentado a mirarlo así. Tenía doce o trece años, estaba indispuesta y había ensuciado las sábanas. Eran las tres de la mañana y sentía tanta vergüenza que puso todo a lavar mientras el resto de la familia dormía. El vaivén de la ropa y la espuma la había hipnotizado hasta dejarla dormida en el piso. Se despertó a la mañana siguiente, los azulejos fríos, su mamá a los gritos. Se hizo señorita, gritaba, Paula se hizo señorita.

El pi pi pi la hace reaccionar. El lavado terminó pero el teléfono sigue sonando. Esta vez atiende.

—¿Escuchaste mi mensaje?

—Son las once de la noche, mamá.

—Tengo una nutricionista para recomendarte, es ginecóloga también, me la pasó Nelba cuando le conté.

La llamada se corta. Paula se imagina a su mamá reuniendo a todas sus amigas en asamblea general. Las ve sentadas en círculo, en una especie de reunión de consorcio opinando sobre su vida. Saca la ropa recién lavada y se va a la habitación a descansar. Se pone el camisón de seda de todas las noches, el que se compró para el primer viaje que hizo con Pablo. Pasaron más de diez años pero el talle no le cambió. Era su primera convención de ventas, en Bariloche, toda la semana de reuniones. Ellos fueron los únicos que se quedaron hasta el domingo. Él había inventado una juntada con sus compañeros del Balseiro, ella había dicho que se iba a esquiar con amigas. Ahora se mete en la cama, la última vez que Pablo durmió con ella fue hace demasiado tiempo.

Es domingo al mediodía y el plan se repite como tantas veces. Una espiral que le recuerda que el tiempo pasa aunque a veces no se note. Su mamá la espera con el almuerzo listo, siempre tiene los ñoquis servidos, el menú no cambia. Paula entra sin tocar timbre, tiene llave. El comedor es el de toda la vida, apenas más tenue y vacío, las cortinas amarillas y pesadas. Su mamá vive en la misma casa, tiene más hijos pero hay solo dos platos en la mesa. Está sentada, no levanta la vista para saludarla, tiene los ojos clavados ahí, en el vapor que sube desde la fuente de metal.

—¿Qué es esto, mamá?

—Carne, Paula, necesitás hierro, estás anémica, mirate la cara.

Paula no come. Se sienta en el borde de la silla y juega con las papas en el plato. Su mamá habla de fondo, monótona, repite el cuento de siempre, la maternidad como garantía de felicidad. Paula quiere bajar el volumen o tocar el botón para cambiar la radio. En el mueble de la vajilla hay más de diez portarretratos. Varias hileras de fotos superpuestas. Algunas no tienen marco, están suspendidas entre las demás, caras que se sostienen entre nenes y bebés, hijos y nietos que posan para la cámara. En la última fila hay un cuadro apoyado contra la pared, bastante más grande que los demás. Apenas se ve la imagen original porque hay varias fotos carnet enganchadas al borde, tapando la escena. Pero Paula conoce la foto. Sus papás saliendo del sanatorio con el último hijo en brazos, los otros cuatro de la mano, dos de cada lado. A su edad ya tenían un equipo de fútbol cinco y ella apenas puede regar una planta. Se miran a los ojos, Paula piensa en Pablo, se pregunta si el pasaporte italiano es suficiente para que sea el europeo de la predicción. Piensa en los hijos que también tiene, en la esposa con la que sigue casado, en el tiempo que pasó desde la última vez que lo vio.

Mira el bife de chorizo servido en plato, la sangre que chorrea. Deja los cubiertos cruzados y se levanta empujando la mesa. La madre se queda muda, inmóvil, sus pupilas siguen los movimientos: Paula camina hasta la puerta, la cierra de un golpe y se va. Camina hasta el auto y la voz de su madre la escolta como guardaespaldas, que la bruja, que el europeo y el bebé, ya no sabe si los gritos bajan desde la ventana o si se los imagina. Se sube al auto y la gallega le pregunta lo de siempre: ¿vuelves a casa? Toca el botón del sí y pone el motor en marcha. El GPS la sube a la autopista, maneja cinco minutos en tercera y apretando con fuerza el volante. La gallega la hace bajar de la ruta, en cinco minutos llegarás, dice. Pero Paula no baja, sigue. La gallega recalcula las órdenes. Paula no escucha, respira con calma, pone quinta y avanza. Sal a la derecha, se escucha, sal, pero Paula sigue. Piensa en todas las fotos del comedor de la casa de sus padres, en todas las botellitas de shampoo que juntó y terminó tirando a la basura.

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